RELATOS DE LA PUTA MILI
Pedro Taracena Gil
Soy conocedor de que este título no es nada
original, ya ha sido utilizado con anterioridad. Pero los dieciséis meses que
duró mi presencia forzada en el ejército, fueron lo suficientemente estériles
para mí, como para haber mantenido un mutismo absoluto de esta absurda
experiencia.
No obstante, me decido a escribir las anécdotas a
través de LOS NOMBRE PROPIOS que dieron sentido a mi vida militar:
Antonio Ruíz San José: Maestro de Escuela y poeta. Muy cualificado para cantar como barítono.
Una muestra de su trabajo
Textos Word:
Narciso Tardón Botas: Pintor, Profesor de
Instituto.
Francisco Erena Arjona: Pintor, Doctor en Ballas Artes.
http://fotografiatallerderetrateria.blogspot.com/p/arjona-pintor-visto-por.html
Antonio Asenjo Moreno: Miembro de la Iglesia Evangélica Bautista.
En pleno nacionalcatolicismo el que dos militares compartiéramos el cristianismo y no el catolicismo con talante ecuménico, fue una experiencia muy confortante. Recuerdo que un teniente comprensivo y tolerante, le permitió que se colocara el último de la fila para que no realizase el rito de rendir armas en el momento de la consagración, pretextando un dolor de rodilla. Esto sucedía en la ceremonia de la jura de bandera dentro de la celebración de la misa. Mientras, los adventistas del sétimo día, daban con sus huesos en el calabozo por negarse a vestir el uniforme militar.
Olvido Tesoro Arroyo: Barman, muy cualificado para cantar. Este chico se distinguió por su afán de superación de aquel cambio de vida tan radical, y animaba sin descanso a todos a comer; aportando todo su sentido del humor. Presentaba inconscientemente el perfil contrario al espíritu militar…
Miguel Carrasco: Diseñador de joyas. Este militar era cabo como yo, y no tenía pase pernocta. El día que murió mi abuela tuve que ir al cuartel como todos los días, y dio la causalidad de que yo tenía guardia. El trámite de gestionar el permiso para ausentarse del cuartel para ir al entierro, no era posible antes de hacer el relevo de la guardia. Entonces el cabo Miguel entró a hacer la guardia en mi lugar. Siempre se lo agradecí porque para mí fue un hecho heroico, porque no me pidió nada a cambio y tampoco que yo le hiciera su próxima guardia. Las guardias para mí suponían 24 horas de esclavitud absurda.
DOS SOLDADOS ANÓNIMOS Y UN PÁTER
El Servicio Militar yo lo percibí como la expresión completa del régimen franquista, con su vertiente militar y del nacionalcatolicismo. Las circunstancias determinaron que yo fuera uno de los muchos españoles que hemos sido educados, amaestrados, adiestrados, adoctrinados en todas las épocas de su vida, con la disciplina oficial. Aunque nací en Madrid a los pocos días una vez bautizado, mis padres me llevaron a vivir hasta los 14 años, a un pueblo de labradores y ganaderos de La Campiña de Guadalajara. Mis puntos de referencia fueron, el cura, el maestro, las señoras de la Acción Católica, el alcalde y el Catecismo de la Doctrina Cristina del padre Ripalda. A los 14 años me mandaron a Madrid para cursar los estudios de Formación Profesional en una Institución Sindical de la Delegación Nacional de Sindicatos. Mis profesores fueron militares, religiosos salesianos, miembros del Movimiento Nacional, miembros del Frente de Juventudes, miembros del Falange Española y completando el claustro de docentes, profesionales de las distintas especialidades. Después de terminar los estudios diurnos y nocturnos, ingresé en el mundo laboral. A los pocos meses me llamaron a filas y allí tropecé con el brazo armado de la dictadura. No seré yo quien añada ni una sola anécdota a las batallitas de la mili del padre o del abuelo… Sin embargo, algunos aspectos sí mencionaré porque reflejan lo irracional de inmovilizar a los jóvenes; retardando su imbricación en la sociedad. Experiencia que tuve como soldado ejerciendo de cabo del Ejército Español. Como cabo una de las funciones encomendadas fue la visita que debía de hacer al hospital militar; llevando la correspondencia a los soldados allí ingresados, pertenecientes a nuestro cuartel. Y otra de las obligaciones que tenía encomendadas, fue hacer guardia una vez al mes en el pabellón de los soldados enfermos y a su vez arrestados, aislados del resto de los pabellones del mismo hospital.
Algunos casos me sobrecogieron porque se apartaban
de las anécdotas más o menos frívolas que se contaban como batallitas. Los
presos enfermos dormían en salas de 6 u 8 camas con la luz encendida noche y
día. Salían de la celda a un amplio pasillo para pasear o rezar todas las
tardes. Al fondo del pasillo había una capilla con la imagen de la Virgen
María. En el extremo opuesto se sentaba una monja que era la que guiaba el rezo
del rosario. Los enfermos formaban dos filas junto a las paredes laterales. A
esta religiosa se le conocía con el sobrenombre de Sor Metralla. Una tradición
mantenida por los distintos equipos de guardia y por los enfermos que dejaban
el legado del apodo de la religiosa a los siguientes. No seré yo quien analice
el triángulo formado en aquel recinto por la Iglesias, el Ejército y el
Hospital en tiempos de paz.
Uno de los soldados convaleciente de haberle
operado de un pie, entabló conversación conmigo como el primer eslabón de la
cadena de mando. Este joven tenía un hijo y en uno de sus permisos de fin de
semana, el niño se puso enfermo y él decidió no volver al cuartel. Al pasar los
días establecidos para regresar y no presentarse, se le dio por desertor y fue
enviado a prisión. Estando en prisión tuvo el incidente de la operación. Para
visitarle cuando yo no estaba de guardia en el hospital, tuve la idea de
vestirme de uniforme y asistir a las visitas como militar, no como un familiar.
Una vez curado y licenciado se presentó en mi domicilio, y fundido en un
abrazo, me dijo: Ven que te tengo que ensañar algo… Bajamos a la calle y allí
estaba su mujer y el niño, montados en un autobús que se había comparado con el
dinero ahorrado. Nunca me había contado que había sido no sé si torero o
novillero…
Sin salir del recinto del pabellón ocupado por los
militares arrestados por la justicia militar, me encontré en una de mis
guardias con un soldado en una celda aislado. La puerta de la celda pertenecía
al siniestro pasillo donde se rezaba el santo rosario. Este joven había hecho
materialmente añicos el tablero interior de la puerta. Clamaba libertad. Yo
estaba autorizado a abrirle la celda. Asumía que yo era el carcelero y que las
llaves estaban en mis manos para utilizarlas… Los soldados del retén
garantizaban nuestra seguridad y aseguraban la prisión de nuestros compañeros
de mili… Yo no comprendí qué hacia un joven con enajenación mental evidente en
una celda de aislamiento. El chico daba muestras de ser muy culto y razonaba
muy bien argumentos para que le abriera la celda. Ya no supe más de él hasta
que un día me sorprendió su llamada telefónica. Creo que los dos estábamos ya
licenciados. Tomamos un café y pude comprobar qué nivel de recuperación había
tenido. Yo lo único que aporté fue mi impotencia, quizás solamente le presté
atención, le escuché…
Al margen de la vida puramente militar, en los
campamentos y los cuarteles, hacia acto de presencia el clero castrense con
toda su escala militar. En aquella época yo era un monaguillo practicante y
cuando me tocaba guardias los domingos ayudaba a misa siempre que el páter lo
requería. Nuestra relación era buena y todos los sábados asistía a unas charlas
que el páter celebraba. Le formulábamos preguntas y él contestaba. Aunque las
preguntas eran anónimas, el páter sabía qué preguntas le había formulado yo.
Hasta que cayó en mis manos el Boletín Oficial, que siguiendo la doctrina del
concilio Vaticano II, establecía en qué casos era obligatorio que un militar
asistiera a misa. Llegado el sábado no asistí a la conferencia y tan pronto
como me encontró, me preguntó: Oye cabo ¿Por qué no has venido a la charla de
hoy? Mi respuesta fue argumentando que la conferencia no era un acto castrense.
No dudó en ordenarme haciendo valer las dos estrellas de teniente que le
otorgaba la autoridad, que me presentara al sargento de semana y me arrestara
sin salir de la compañía durante todo el fin de semana. El sargento no salió de
su asombro, pero hizo cumplir la orden de un superior. Al día siguiente no le
guardé ningún rencor y le ayudé en la celebración de la misa del domingo.
Observando mi comportamiento con estos compañeros
de mili y con el páter, después de más de 50 años, no me atrevo a valorarlos
con los parámetros del siglo XXI.
No obstante, el Arte, la Cultura, la Poesía, el
Humanismo y el compañerismo me ayudaron a superar los tiempos de la MALDITA
MILI.
Pablo Picasso
ALBUM DE MI ÉPOCA
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