Por Pedro Taracena
Levitación
Ante los fastos de la ceremonia de
canonización a pares de los
papas de Roma, yo me encuentro en una posición de reportero privilegiado. No porque esté acreditado como periodista
ente el gabinete de prensa de la Santa Sede, sino porque he sido cocinero antes
que fraile. Crecí en la España eterna reserva espiritual de Occidente, bajo la
disciplina del nacionalcatolicismo. Época pía donde casi levitaba.
Se me podrá reprochar que
eso le sucediera a la mayoría de los españoles. Pero no, porque yo además me lo creí. Ahogué el uso de mi razón en aras de una fe ciega, donde se me proporcionaba todo definido,
mascado y casi tragado. Cuando albergaba alguna duda y entraba en conflicto la
razón y la fe, quien tenía la razón era siempre la
fe. Dios se había revelado y la
clase sacerdotal se arroga la infalibilidad de su interpretación verdadera. El papa y los obispos se erigían en garantes de la verdad absoluta. Y eso me hacía sentirme feliz y gozar de un misticismo pleno de
sensualidad, ajeno a toda sexualidad.
Amor
cáritas y amor
sexual
Mi adolescencia se desarrolló entre eunucos por el reino de los cielos y
reprimidos y castrados por los Mandamientos de Dios, gestionados por la
Iglesia. Estos preceptos se encerraban en dos: Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Es verdad que para un
adolescente estas prescripciones pasaban desapercibidas. Pero descubrí que el confesionario y el púlpito eran los lugares donde se libraban las batallas
más problemáticas para un chico con más ardor hormonal que fervor piadoso. Los consejos recibidos en la
privacidad y sigilo de los confesionarios, así como las pláticas y sermones
predicados en los púlpitos y las
aulas, me llevaron a descubrir que el mandato más importante para los curas que trataron mi pubertad y adolescencia,
era el “no gozarás”. Tu cuerpo
estaba para sufrir la abstención sexual y un
paréntesis en la mortificación, estaba
dedicada ya una vez casado, para tener hijos. Todo esto me descolocó. Y tomé la decisión de hacerme pecador, pero de verdad. Y si me mantenía en estado de virtud, era porque no había tenido ocasión de pecar. Todo esto no es comprensible por la juventud del siglo
XXI, porque la Iglesia ahora se presenta como más light, para no asustar. Sólo los religiosos, llamémosles profesionales, abrazan la doctrina bajo
la ortodoxia escrita. Pero yo elegí en lugar de evitar el pecado, gozar del derecho a la libertad
sexual... Y me fue muy bien.
Caridad
o Justicia
Más tarde y como consecuencia del concilio ecuménico Vaticano II,
descubrí que el amar al prójimo como a ti mismo, no es ni más ni menos que la cuestión de la Justicia Social. Y que los pecados contra la caridad eran
delitos contra la libertad, la igualdad la justicia y los derechos humanos. La
cuestión social se trató en los documentos del concilio que propició precisamente Juan XXIII, elevado a los altares en
olor de santidad. No obstante, el maridaje Iglesia-Estado y la alianza
Trono-Altar con la aquiescencia y participación de caciques, capitalistas desalmados y empresarios sin escrúpulos, me han hecho desistir de la dimensión social de la religión. La justificación está en descubrir el alcance de aquella prédica: “Mi
reino no es de este mundo…” De esta faceta de militante religioso comprometido
fue mucha más fácil zafarse. La llagada de la democracia en España contribuyó a que madurara y diera mis primeros pasos para conseguir la libertad
en todos los ámbitos. Personal
usando la razón y
colectivamente a través de la política.
Fe
y Razón
Volviendo a los fastos referidos al principio
de esta columna, comprendo y respeto la participación de buena fe de los fieles que van a Roma de todas
las partes del mundo, reviviendo unas costumbres ancladas en la época medieval.
No obstante, me reservo el derecho a criticar y discrepar, de la puesta en
escena indecente e insultante del boato heredero del Imperio Romano. Es
desolador contemplar que líderes políticos que en sus países han dejado: miseria, hambre, paro y muerte, asistan a un baile de
mitras en torno a la tiara papal, conmemoren la Buena Nueva predicada por un
tal Jesús de Nazaret, hijo del carpintero del pueblo. El
evento que se ha representado en la plaza de San Pedro, abrazado por la
columnata de Bernini, es la gran farsa del mundo de la injusticia y de la
desigualdad. Es evidente que el Estado del Vaticano no se sostiene con la fe y
mucho menos con la razón. El vicario de
una deidad constituido en un estado soberano
y acreditado ante casi todos los
estados del mundo, es un auténtico disparate. La Curia Romana está preñada de
incongruencias que solo puede digerirse si se reprime la razón y se deja invadir por el fanatismo. Es verdad que
el pueblo creyente necesita de estos signos externos de su fe, pero también es
verdad que los capos (RAE sólo una acepción se refiere a la mafia) de la milicia eclesiástica lo utilizan para seguir ostentado el poder
temporal sobre la ideología más extendida que hace esclavos a los ciudadanos. El capitalismo más irracional, injusto, salvaje y criminal. Sin retirar ni uno de estos
epítetos.
La
Hispania también estuvo en Roma
No podía faltar en la
Ciudad Eterna la representación de una de las
provincias del Imperio más significativas
en la defensa de la gran patraña. Los españoles pueden asistir a todas la peregrinaciones, como
pueden circular por todos los países del mundo. El
objeto de mi artículo es la corte
que se desplazó a Roma para
gastar el dinero que no tenemos, para hacer un viaje a costa de los españoles por encima de sus posibilidades. ¿Por qué? Por
muchos motivos: Porque España es un estado
confesional de facto. Porque el Rey y el Gobierno rinden pleitesía a Francisco I, no solamente por motivos diplomáticos, sino en virtud de que el Rey es Rey Católico y además ostenta el título de Rey de Jerusalén, y la Reina que desde su conversión también es Católica, tiene el privilegio de lucir una vestimenta
blanca y llevar un tocado de peineta de teja y mantilla. El Gobierno asiste a
la canonización de los dos
papas por el mismo motivo que lo hicieron cuando Roma canonizó a cientos de españoles, olvidando a los
muertos del otro bando en el enfrentamiento fratricida. Es una muestra de
agradecimiento a la Iglesia por su apoyo al derrocamiento de la República, a la victoria de la Guerra Civil Española y la implantación del nacionalcatolicismo en un estado confesional durante cuarenta años. El espectáculo de la plaza de San Pedro es un insulto a la razón humana y la presencia del Reino de España es un esperpento nacional. La empatía me ayuda a comprender al humilde creyente, y la asertividad me
proporciona las formas diplomáticas para
denunciar la inmoralidad de los capos de la política y la religión.
GALERÍA DE IMÁGENES
Fotos: EL HUFFINGTON POST
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