Por Pedro Taracena
Ha nacido un mito anacrónico pero que
existía in illo témpore. Para comprender el fenómeno Cayetana
Duquesa de Alba, acaecido en la España del siglo XX y XXI, hay que
establecer una abstracción al margen del objeto en su dimensión hispana. Sin
las circunstancias ancestrales de una nobleza de rancio abolengo pero arcaica
como la aristocracia olvidada allende los Pirineos, es imposible entender socialmente
este avatar acaecido en un país pleno de contradicciones. Aunque desde
1978 España es una democracia moderna y una monarquía constitucional,
la nobleza, los caciques y la Iglesia, han marcado las pautas de ciertas
costumbres morales tradicionales, acogidas con agrado y con ánimo de lucro en
la prensa del corazón. En el resto de Europa los atributos que nutren el
perfil de la Duquesa de Alba, sería inimaginable porque la sociedad
que alimenta estos mitos simplemente existe.
En la España de la
Constitución de 1978, tiene difícil encaje seguir manteniendo valores
sociales y morales que ya están superados: Hablar del papel de mecenas
o coleccionista de obras de arte de la Duquesa de Alba, es remontarnos a las
monarquías absolutistas y al Renacimiento, que nada tienen que ver con el
concepto actual del fomento de las Bellas Artes desde el Estado. A esta excelsa
dama, Grande de España infinidad de veces, se le atribuyen obras de
caridad que entran en conflicto con el concepto de justicia social, en base a
la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sobre las propiedades de campos,
castillos y palacios que posee la Casa de Alba, nadie ignora que tienen su
origen ancestral en prebendas y concesiones, después de guerras y batallas, de
difícil encaje en una Constitución donde: “Toda la riqueza del país en sus distintas
formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”.
Artículo 128.
El patrimonio declarado como artístico, debería ser nacional,
que no es lo mismo. El titular de que la Duquesa de Alba ha sido una mujer libre,
se ha repetido hasta la saciedad. Solamente es libre quien puede elegir y desde
su posición de privilegio económico no supone un mérito haberlo logrado.
La dama más aristocrática de Europa atraía a personajes
célebres y todas la percibían como una mujer con mucha personalidad,
cualidad imposible de precisar. El séquito que siempre la asistió le atribuye un
hecho excepcional en el cual renunció a la libertad, casi ilimitada que
tanto blandió que disponía. Este hecho sucedió con el tercero
de sus maridos, cuando solamente era su novio o su amante. La pareja se sometió a la bendición sacramental del
matrimonio canónico. Sus escrúpulos de católica vieja, no le permitían traicionar la
conversión del primer monarca de la antigua España, el ancestro
Don Pelayo.
Por último su imagen es saludada, reconocida y casi
venerada por personajes procedentes del mundo taurino y de las masas populares,
folclóricas, religiosas y de la sociedad andaluza en general, así como los medios
que la envolvieron en papel cuché. Las mismas autoridades políticas y
religiosas le rinden pleitesía, en agradecimiento a su buen hacer como
embajadora plenipotenciaria del espíritu español en general y
andaluz en particular.
La puesta en escena presenta una
secuencia que tiene un gran valor emotivo y documentalista del realismo social
hispano, que comprende desde la Guerra Civil, la dictadura hasta la nueva
democracia. Pero desde el punto de vista sociológico y
constitucional, en la actualidad este evento toma parte de una España ya caduca. La
Duquesa de Alba es el último eslabón de una cadena que se perderá en el siglo XXI,
carente de valor histórico. La monarquía es una institución decrépita en su
fase de decadencia postrera. No he pretendido colaborar para destruir el mito,
solamente he tratado de entenderlo.
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